08 diciembre, 2011

ANSELMO SUARES ROMERO


Incompleta educación de las cubanas

No habrá seguramente quien desconozca la clara inteligencia que poseen nuestras compatriotas; pero todos convendrán también en que el tiempo dedicado por lo común a su enseñanza, es insuficiente para desenvolver esa rápida comprensión con que plugo a la naturaleza dotarlas. Verdad que en algunas familias, cuyos recursos pecuniarios les permiten llamar profesores a su seno, se prolonga la época en que el bello sexo no debe pensar en otra cosa que ilustrar su entendimiento y en aprender sus deberes; mas si de ahí volvéis la vista a las escuelas y colegios, encontraréis que son muy raros aquellos en que el período destinado para la instrucción alcanza a la adolescencia de la mujer; en casi todos no hallaréis más que, o niñas que apenas saben balbucear las cartillas, o niñas que comienzan a sacar provecho en los diversos ramos que estudian, pero a las cuales sus padres piensan ya, solamente porque van llegando a la adolescencia, separarlas del instituto.
Éstos son hechos que estamos mirando todos los días, y cuyas deplorables consecuencias, por el hábito de presenciarlos, no nos detenemos a calcular. Respondednos empero si creéis que interrumpiendo bruscamente la educación de vuestras hijas en la época precisa en que empezaban a recoger el fruto de sus trabajos, esperáis tener mujeres de ilustración adecuada al movimiento intelectual de los tiempos presentes. Esas niñas señalaban en los mapas muchos lugares con alguna celeridad y exactitud, esas niñas resolvían casi sin equivocarse problemas de aritmética, esas niñas escribían con alguna elegancia y desembarazo, esas niñas decían frases de lenguas extrañas, pintaban un paisaje, tocaban unas variaciones, narraban con mediana firmeza acontecimientos históricos, y definían aunque todavía con oscuridad los inmensos deberes del bello sexo; pero vosotros los que estáis obligados a trabajar sin tregua por el porvenir de ellas, os figuráis que saben ya bastante, y, caso de conceder que las apartáis prematuramente de los institutos, alegáis que no lo hacéis por innobles motivos de interés, sino porque aquí las mujeres no pueden estar a cierta edad lejos de las alas de su madre, que las guarecerán de todos los peligros. Tembláis por consiguiente de exponer a criaturas por quienes os palpita fuertemente el corazón, a que en el comercio con sus condiscípulas, en presencia de malos ejemplos, en el contacto con la gente del pueblo al atravesar las calles, acaso tomen mañana a vuestro hogar sin la inocencia con que entraron en la casa de enseñanza. Miedo santo por el origen de que procede; pero permitidnos que hablando el lenguaje severo de la verdad y pidiendo que en nuestras expresiones por duras que parezcan no miréis sino sanas intenciones, os digamos que incurrís en contradicciones y en injusticias palpables.
No sois consecuentes en lo que hacéis, porque si al llegar vuestras hijas a la adolescencia las encontráis rodeadas de tamaños peligros, estos mismos existen antes de la edad en que asustados las sacáis apresuradamente de las casas de enseñanza. Entonces también recorren las calles y oyen y ven la palabra y el ademán de mala ley dichos y ejecutados ante el abyecto esclavo a quien casi siempre las confiáis para que las conduzcan al instituto; entonces también se hallan en estrecho y perenne contacto con sus condiscípulas de todas clases; entonces también pueden aprender, de los mismos encargados de levantar su inteligencia y de enaltecer sus afectos, lo que debieran ignorar toda su vida. Los riesgos son iguales; la diferencia está únicamente en que las semillas del mal enterradas en el corazón de las niñas no darán sus venenosos frutos hasta una época más distante. Fuera de que, por hacer ostentación de cautos, sois extremadamente injustos no distinguiendo entre las casas de educación, de las cuales todas os parecen buenas para las niñas, y ninguna sin excepción halláis donde no puedan depravarse vuestras hijas desde el momento en que alboree en ellas la juventud. De esta manera os asemejáis al que, devorado por la sed y rodeado de manantiales, prefiriese morir a tomarse el trabajo de averiguar cuáles aguas eran las saludables y cuáles las mortíferas.
Hemos probado que incurrís en una contradicción patente, y que la pereza os arrastra a la injusticia; mas escuchad con benevolencia si todavía volvemos a tachar de contradictoria la conducta que seguís. Acaso contéis con capitales bastantes para sufragar los gastos de una educación ultramar. Oís en todas las bocas que las casas de enseñanza de la isla de Cuba son por lo común malas, y eso es lo que también creéis vosotros; de donde concluís que lo mejor será mandar a vuestras hijas a educarse en alguno de los colegios montados bajo un pie brillante que hay en el extranjero. Sabéis que la ausencia os costará lágrimas; pero el amor paternal os pinta en la imaginación con risueños colores el momento venturoso en que volveréis a abrazar, adornadas de conocimientos extensos, amantes de la virtud y señaladas por la elegancia de sus modales, a esas criaturas cuyo porvenir os preocupa perennemente; y, o vais con ellas para dejarlas instaladas en el instituto elegido, o las mandáis con amigos próximos a embarcarse. De cualquier manera sin embargo, estando lejos de vosotros, no podréis hablar todos los días y a todas horas con las personas que se hallan al frente del establecimiento, ni inspeccionar su conducta, ni escudriñar íntimos pormenores, ni satisfaceros de la bondad de los métodos, ni mirar hacia qué rumbo se encamina el corazón de las discípulas, ni cuáles libros se ponen en sus manos, ni las creencias que se les inspiran. Recibís carta en que tal vez se aplauda la maravillosa inteligencia de vuestras hijas, sus sorprendentes progresos, su dócil carácter, sus sentimientos elevados; y, como es natural, el llanto de la alegría brotará entonces de vuestros ojos. Algunas ocasiones esos encomios fueron merecidos; pero los padres que tal dicha alcanzaron, no reparan en la profunda amargura con que otros han visto desvanecidas las halagüeñas esperanzas que abrigaron al mandar a educar a sus hijas fuera de su inmediata vigilancia. Éstos advierten asombrados y entristecidos que aquéllas no se precipitan ya en sus brazos con el célico alborozo de las hijas que siempre estuvieron cerca de sus padres, que, no encontrando nada bueno en su patria, suspiran siempre por regresar al país donde recibieron las primeras impresiones; que el sacrosanto amor a la tierra natal apenas alumbra en sus pechos; que en sus costumbres hay rasgos diametralmente opuestos a las dominantes del lugar que las vio nacer; que escuchan, con frialdad unas veces, con repugnancia otras, con desprecio quizás algunas ocasiones, las advertencias que les dirigen; que se complacen en la lectura de ciertas obras; que no aman a ninguna de las otras jóvenes compatriotas suyas con aquella afección honda e imperecedera que nos enlaza a los que en la misma escuela aprendieron a leer junto con nosotros; que, tartamudeando una lengua extraña, tampoco saben la nativa; que figurándose a grande altura respecto de cuantos las rodean, a todos los miran con insultante altivez.
Este tardío desengaño, experimentado por algunos de vosotros que creyendo malos todos los establecimientos de educación existentes en el país, apartasteis a vuestras hijas de la escrutadora y benéfica vigilancia paternal para llevarlas a educar donde sabíais como se llenaban los augustos deberes del magisterio, es otra prueba de que no hay consecuencia en vuestras determinaciones. Temíais que las casas de enseñanza de aquí os devolviesen marchitas las flores que les entregabais exhalando el aroma de la inocencia; pero, imprudentes, irreflexivos, deslumbrados por la educación en el extranjero, no pensasteis ni un solo instante en las consecuencias que podría acarrear vuestra funesta credulidad y ligereza. Alguno habrá quizás que al leer estos renglones se figure que nosotros sostenemos que nuestras casas de enseñanza son tan buenas en general como las de ciertos países extranjeros, y que se lo figure porque hemos dicho que no siempre la educación de las cubanas que fueron a aprender en ellas, correspondió a las esperanzas concebidas. Tal no es por cierto nuestra opinión; porque el amor patrio que nos mueve a cantar himnos al sol que entre celajes de nácar y de oro se esconde sobre las pencas ondulantes de las palmas, no ha apagado la admiración que nos causan los progresos que en muchedumbre de cosas han hecho otros países. Fuera de las excepciones, casi todos nuestros institutos son censurables; confesión que solamente el respeto a la verdad pudiera arrancar de nuestra pluma, pero que es necesario tener valor para hacérnosla todos los días, a fin de que empecemos a sacudir el ignominioso abandono con que procedemos respecto de las casas de enseñanza.


Jean-Honore Fragonard. Portrait of a Young Girl Reading. 1776.

Nosotros tenemos la culpa de los vicios que en muchas de ellas nos afligen, nosotros, que amedrentados al pensar en los resultados que podría traer al dejarse a una alumna en el período de la adolescencia dentro de los muros de los institutos mal gobernados, adoptamos la resolución, o de educar a nuestras hijas en el extranjero, o, lo que con más frecuencia sucede, de interrumpir prematuramente su instrucción. Los peligros pululan también en nuestro hogar a manera de reptiles que se arrastran por entre la hierba, si en nuestro hogar somos del mismo modo negligentes. No pensemos tanto en acumular riquezas como en el porvenir de la patria, que está todo encerrado en el entendimiento y en el corazón de los niños de ambos sexos. Trabajemos por proporcionarnos bienestar, por hallar los medios de cumplir nuestras obligaciones, por dejar hacienda a nuestros hijos; ese deseo es legítimo e inocente; pero no nos llevemos nunca los manjares a la boca, no busquemos en el sueño el reposo a nuestras fatigas, sin haber ido antes, no faltando un solo día, al establecimiento en que están aprendiendo nuestros hijos. Si no sabemos cómo aconsejémonos con las personas ilustradas. Si la pereza tiende sobre nuestras almas sus negras y fúnebres alas, y si ella nos infunde el sueño de la muerte, no clamemos por dondequiera que adoramos la patria, porque nos estamos engañando a nosotros mismos. En materia tan transcendental no cabe ningún linaje de disculpas. Movamos los pies, si es que queremos caminar.
Muchas cosas progresan entre nosotros, y lo único en que no se advierten adelantamientos, en que tal vez se retrograda, es en las casas de enseñanza, no porque deje de ser mayor su número, no porque sea más limitado el catálogo de los ramos que se enseñan, no porque no haya honrosas excepciones; sino porque es en lo que se quiere que todo emane de la acción de la autoridad, y de los esfuerzos espontáneos de los maestros. Nos reunimos presurosos para que se construya un ferrocarril, para que se levanten almacenes donde depositar nuestros frutos, para que se creen instituciones de crédito; buscamos instrumentos y máquinas que suplan los brazos africanos que riegan con su sudor los campos de la patria; paramos la atención en el procedimiento que de cierta cantidad del zumo de la caña dará la azúcar más abundante, más consistente y más bella; estamos aprendiendo a arar y preparar mejor las diversas clases de terrenos; vamos ya con alguna frecuencia a nuestras heredades confiadas exclusivamente no hace mucho a hombres ineptos; procuramos llevar por partida doble la cuenta y razón de nuestros negocios; tenemos cuidado de inquirir a cuáles precios corren nuestros productos en los mercados; y los que nos abonamos a la ópera italiana concurrimos todas las noches a embebecernos desde la luneta y el palco con la música y el canto. Pero estos relámpagos de actividad se apagan como por encanto en tratándose de la educación. Entonces decimos que la autoridad es la que debe vigilar exclusivamente sobre las casas de enseñanza, que ella es la que ha de ver si los maestros cumplen con sus deberes, que a ella es a la que le toca expulsar de los institutos a los que encuentre indignos de estar al frente de la niñez. Si fincamos grande empeño en pactar claramente con el preceptor la cantidad que se le ha de abonar mensualmente, cantidad que a menudo se lucha porque sea la menor posible, y cantidad que a la postre suele no pagarse con la caballerosa exactitud con que se satisfacen las deudas contraídas en los degradantes y serviles juegos de azar. Pero después de ajustada esa condición del contrato, decidnos con leal franqueza cuántas veces pisamos los umbrales del instituto donde se enseña a nuestros hijos. Ni un momento tan sólo en todo el año vamos allí a advertir faltas, a exigir su enmienda, a celebrar lo bueno, a cerciorarnos del saber o de la ignorancia de las virtudes o de los vicios, del carácter desapacible o suave, de las palabras decentes o asquerosas, de la bondad o ineficacia de los métodos, de las tendencias elevadas o miserables, de las reprensiones bárbaras o dulces, del orden o desconcierto, de los alimentos abundantes y sanos o escasos y nauseabundos, de las horas que se emplean en las clases, de las que se destinan al estudio, de las que se invierten en las recreaciones propias de la niñez, de los libros cuya lectura se permite, de la vigilancia con que se siguen los pasos de los alumnos, del sueldo que se paga a los profesores auxiliares, del criterio que ha presidido la elección de éstos, de la constancia con que el director recorre sin cesar todas las clases; ni de nada, en fin, que tenga conexión con el porvenir físico, intelectual y moral de nuestros hijos.
Y vosotras tampoco, bellas hijas de esta hermosa tierra, sois más solícitas que vuestros maridos en el cumplimiento de los indeclinables deberes que os impone la educación de los seres que tanto amáis. Con un esclavo, sí, con un esclavo casi siempre mandáis diariamente a la escuela a pie o en carruaje a la niña en cuyas sonrosadas mejillas estampasteis primero el beso inefable que nadie más que las madres saben dar, cuyos cabellos peinasteis con prolijidad, y cuyos vestidos adornasteis de brillante cinta de seda. Esa niña oye y ve en la calle lo que, si vosotras la hubieseis llevado, muchas veces no habría visto y oído. Tenéis cuidado de mandar al mismo esclavo para que la vaya a buscar al mediodía y por la tarde a la hora precisa en que terminan las tareas del instituto, y muy a menudo para que al llegar a vuestra casa se cubran sus infantiles cuerpos de espléndidos atavíos, para que ocupe un asiento en el quitrín, en la victoria o en el coche, para que discurra por los paseos, y para que luego escuche y presencie las melodías de Donizzetti y de Verdi y los melodramas de Romani y de Maggioni. ¿Pero qué hora del día, qué día de la semana, qué época del año habéis destinado para visitar el establecimiento donde entregasteis aquel sagrado tesoro? ¿Por ventura vais siquiera a los exámenes públicos de fines de año? Vemos allí entonces en derredor de los individuos de la comisión a las niñas que se están examinando, vemos a la directora, a las preceptoras y a los maestros auxiliares, vemos al pueblo agrupado a las rejas de las ventanas; pero los rostros bañados de santa unción, los rostros cariñosos, dulces, tiernos, los rostros en que se pinta el amor más grande que puede sentir la criatura, los rostros que palidecen y se alborozan al escuchar la respuesta que ha salido de labios tantas veces acariciados con millares de besos, los rostros de las madres que por un instante de felicidad para sus hijas no titubearían en dar la vida; esos rostros no iluminan el cuadro con su benéfico fulgor. Las niñas contestan con frialdad, los profesores interrogan con frialdad, los miembros de la comisión escuchan también con frialdad, porque en el venerado recinto de la casa de enseñanza falta una cosa de prepotente influencia, porque falta una sensación poderosísima, porque faltan las madres, que no han querido ver el estado en que se hallan la inteligencia y los afectos de sus hijas. Mas si éstas obtuvieron el premio de una cinta, de una medalla, de un libro, de un certificado, no creáis que las madres dejen de celebrar aquel modesto y honroso triunfo; ellas se apresurarán por su parte a recompensar también con otras cosas la aplicación ya galardonada por los miembros de las comisiones examinadoras; las niñas pueden contar desde luego con nuevos vestidos, con excursiones al campo, con funciones teatrales. Ha habido premios; ¿pero estos premios ejercerán nunca el influjo que en pro del saber y de las virtudes produciría la frecuente asistencia de las madres a los institutos?
Laméntanse sin embargo de que la mayoría de éstos son malos, y dicen que consentirán, porque no les queda otro recurso, en que sus hijas concurran a ellos durante el período de la niñez, pero que en su concepto proceden con cordura sacándolas apresuradamente de allí al acercarse la edad de la adolescencia. Ved en esto el origen de la incompleta educación que reciben nuestras compatriotas. Cuando empezaban a caminar por las sendas del saber, cuando columbraban otros horizontes, cuando las huellas augustas de la reflexión se grababan en sus transparentes fisonomías, entonces aquel instituto mismo, en que estuvo la niña varios años, parece un lugar peligroso para la que ya comienza a ser joven. Las clases de historia, de geografía, de gramática, de composición, de literatura, de idiomas, se interrumpen de súbito. Las alumnas tornarán al seno de la familia con principios elementales de muchos ramos, pero sin haber ahondado en ninguno. No todas ocasiones sabrán resolver sin equivocarse un problema de aritmética, ni escribir una carta con corrección, ni señalar con firmeza en el mapa los lugares, ni distinguir instantáneamente una epopeya de una oda, ni acertar con las causas de un acontecimiento histórico, ni sostener la conversación en una lengua extraña. Arrancándose la fruta antes de haberse madurado, no habría apenas qué lamentar si en el seno de la familia se continuaran siempre las lecciones interrumpidas fuera de sazón. ¿Pero acontece así por ventura la mayor parte de las veces? Cuando más se obliga a las niñas por algunos días a leer un rato, a cursar la letra, a traducir una página; después cesan del todo estos trabajos; y pronto los reemplaza, las diversiones, los paseos, los bailes, las modas, las fastuosidades del lujo, las lecturas frívolas cuando no perniciosas, las inquietudes del alma, las pasiones que todavía no era tiempo que despertasen. ¡Ah!, la culpa no está en las alumnas que tan aprisa dejaron los bancos de la escuela, sino en las madres que antes de tiempo quisieron substituir los sencillos vestidos de la infancia por los refinados adornos de la mujer, avisarles ellas mismas que habían llegado a otra edad, y lanzarlas en el piélago del mundo expuestas a naufragar.
Por eso comenzamos y concluimos este artículo diciendo que es incompleta por lo común la educación de las cubanas. Achácase el mal a los institutos defectuosamente organizados; pero nosotros creemos firmemente que todas las casas de enseñanza en que se instruye al bello sexo serían indignas de conservar a las alumnas en su recinto cualquiera que fuese la edad a que llegasen, siempre que las madres, impulsadas por el amor inextinguible que arde en sus corazones, sacudiesen la letal indiferencia con que miran los establecimientos de educación. En éstos no habría abusos entonces. Las preceptoras y los preceptores indignos buscarían en otra profesión los medios de vivir. No habría que pensar en el extranjero para imbuir las ideas y los sentimientos que aquí pueden inspirarse. Las mujeres de nuestra tierra se prepararían más para llenar las arduas obligaciones de madres de familia: amarían más los libros graves que enseñan y que exaltan la adoración de las virtudes; buscarían más los discursos de los hombres sabios; sus entusiastas pechos palpitarían más al recordar los eminentes varones que cruzaron por el mundo dejando tras sí un resplandor eterno de su genio, de su inocencia y de su heroísmo por todo lo grande y santo; las inspiraciones generosas tendrían más cabida en sus almas; el porvenir inmaculado de sus hijos sería más su único y perenne pensamiento; se acordarían más de su patria; la humanidad se presentaría más a sus ojos en cualquier instante; serían más fuertes, más resignadas, más susceptibles de dejarse arrebatar en alas de la esperanza; se acercarían más al ideal de la mujer cristiana. Madres de Cuba, no hemos tomado la pluma para imprimir en vuestras frentes un baldón, no, ésa no ha sido ni remotamente nuestra idea; cubana era también nuestra madre; en nosotros por consiguiente sería una blasfemia cualquiera frase encaminada a lastimaros. Recibid nuestros consejos como se oyen los de un hermano. La autoridad corrige los abusos que llega a penetrar, hay algunas casas de enseñanza buenas; pero si las medidas de aquélla no llegan a producir todo el resultado apetecible, si los institutos malos hacen cometer la injusticia de que con los otros los confunda la pereza en un mismo anatema de execración, vosotras, madres cubanas, vosotras sois las responsables. Desde el día que no apartéis la vista un solo instante de las casas de enseñanza, podrán permanecer en todas sin riesgo vuestras hijas adolescentes. El desarrollo precoz debido al clima, no tiene en las pasiones y en las costumbres ningún influjo incontrastable. Cuanto penséis y cuanto se pretenda inculcaros sobre el asunto, carece completamente de fundamento. Los signos que indican la acción de la naturaleza, no arrastran por sí solos a extravíos, cuyo origen será preciso buscar siempre en la carencia de principios sólidos de moral, en los ejemplos nocivos, en las amistades peligrosas, en las relaciones con seres abyectos, en los libros depravadores, en el olvido de inspirar dignidad a la mujer, en las conversaciones imprudentes, en los espectáculos públicos capaces de ir estragando poco a poco los afectos, en las recreaciones de familia cuyas fatales consecuencias no se prevén, y en otras muchas causas semejantes, en las cuales el clima no representa esa influencia irresistible y fatal que algunos abdicando la libertad humana, le atribuyen. El sol abrasante que todos los días resplandece con asombradora magnificencia en el profundo azul de nuestro cielo, no merece que se le impute el desconcierto que reina en aquellas escuelas y colegios para el bello sexo, de donde hacéis bien en sacar a vuestras hijas. Los vicios de esos institutos habrían sido los mismos, aunque estuviesen situados en las heladas regiones polares.
(1859)

Ancelmo Suares Romero (La Habana, 1818-1878) Escritor cubano. Colaboró en las más importantes publicaciones de su época, y reunió sus escritos sobre costumbres y paisajes cubanos, y sus juicios literarios, en una Colección de artículos (1859). En 1838 escribió Francisco, el ingenio, o las delicias del campo, novela en que describió los horrores de la esclavitud.

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